En las culturas, en las sociedades, en las distintas etnias que componen el mapa existen diversas formas de concebir una pertenencia. Difícil encontrar un parámetro general para poder identificar esto en sus variedades.

Japón pasó recientemente una catástrofe a gran escala, sin embargo lo han superado de una forma destacada y, sin embargo, silenciosa. Como indica la historia japonesa, ellos se recogieron en silencio y a partir de ahí encontraron la oportunidad de crecer, de mejorar, de perfeccionar su cultura y filosofía. Numerosas perspectivas se alzaron desde distintos puntos de Japón, anécdotas de gente ahorrando energía voluntariamente como método de contribución global, la decisión de no abalanzarse sobre los pre conceptos que una catástrofe despierta, la persistencia en la lucha y hasta la posibilidad de cambiar una política gubernamental (lo invito a leer esto, desde ya).

Cuando época del Ukiyo-e (o el mundo flotante), la cultura japonesa encontró un espacio de distanciamiento con lo mundano, con lo cotidiano del día a día, en su arte. El referente esencial de este estilo es Hokusai (北斎), quien se dedicó al arte cada día de su vida y en forma completa, concibiendo una cantidad de obras incalculable. Hokusai, alentado por su práctica de budismo de la escuela Nichiren y una fascinación cultural que se remonta a mitos y deidades del Kôjiki, decidió rendirle tributo a aquel icono nacional que estaba siempre presente: el Monte Fuji.
Las 36 vistas al Monte Fuji (que terminaron resultando ser 46, por su éxito) representan aquella peculiaridad que nombran todos los japoneses: el Monte Fuji se puede ver desde cualquier punto de Japón. Pero las particularidades del caso no terminan ahí, porque el Monte Fuji también se destaca por recibir la denominación lingüística igual a la de una persona, siendo el Fuji-San (富士山) la forma en la que se refieren a este.

Ahora, ¿Por qué la insistente y constante presencia de un Monte en el arte, los mitos y la literatura? Aquí encontramos el detalle y la sutileza japonesa, la pertenencia. Pertenecer en Japón vuelve a ser como aquel modo filosófico que mencionamos seguido tan intrínseco como inexplicable. Retomando una lectura de Carlos Rubio, él explica la falta de teorías filosóficas y culturales japonesas con una frase de Heidegger que dice: "Los filósofos construimos palacios y vivimos en la choza de al lado", los japoneses hacen el mecanismo opuesto. Construyen su cultura y su filosofía y la viven, no la explican. El Monte Fuji es una expresión cultural cotidiana, es la pertenencia a una tierra, a un paisaje, a lo intocable y dominante en una región, a lo perenne de la historia.



La novela de Yasunari Kawabata (1899-1972) Lo bello y lo triste inicia su viaje narrativo con un viaje de año nuevo, con un propósito de recorrer aquellos espacios que hacen al hombre valorar aquellos rincones de su propia existencia que se complementan con recuerdos y valoraciones vividas.

Lo bello y lo triste es una novela hegemónica en la obra de Kawabata, sobre todo por la capacidad de resumir los distintos aspectos en la estética de este autor, cuidando la belleza y la tragedia como dos elementos equilibrados en la vida del hombre. Los personajes de esta novela se ven envueltos y sometidos a estos aspectos durante todos los devenires que se presentan. Así también, los personajes deben enfrentarse a una cuestión muy humana: el peso de las decisiones tomadas. A lo largo de toda la obra el lector se encontrará con una enredada historia de pasiones olvidadas, cariños perpetuos, venganzas ansiadas y cuentas pendientes que se retoman en el plazo de las 150 páginas que tiene.

Esta es una novela que debe ser valorada, también, por la forma en la que logra expresar la fusión entre la cultura japonesa más tradicional y los lugares comunes de la vida moderna, encontrando mujeres con kimonos tradicionales en lanchas modernas que recorren los solitarios lagos japoneses o los templos y las cocinas tradicionales ante los trenes de última generación que existían en la época.

En forma constante se relatará todo lo relativo a un punto de origen, a un primer encuentro, primer amor que se derramó a su tiempo en todos los espacios libres que se daban entre los personajes de la historia: ningún personaje no sabe amar ni sufre el desamor ni deja de ser amado. Todo el amor se escurre en los momentos de esta historia, hasta el mismo final. La tragedia es el otro punto fuerte de la narrativa, las tragedias del primer amor que duele y sigue doliendo a lo largo del tiempo, la tragedia de la traición y la tragedia que trae consigo la muerte. Todo tragedia y amor y, al final de cuenta, todo es el producto de la unión de esos dos conceptos que se forman en la vida del ser humano, en la de Kawabata y en esta novela.

Quizás, lo más grande de esta novela es la facilidad con la que acerca al lector a una realidad, a un mundo como es el de Japón y, por sobre todas las cosas, al mundo de una tradición basada en como la belleza aparece en todos los espacios de la vida. Kawabata marcó su obra de nostalgia, la belleza no es lo más sorprendente, sino cuando la belleza desaparece de la escena y los personajes (en ese momento más humanos que nunca antes) se encuentran con la nostalgia de aquello que no está, pero que se desea, que se añora, que se alcanza en algún momento sin importar el precio.


Existen distintas maneras de abordar a las momias en Japón. La forma tradicional y post mortem que caracteriza a las momias en un concepto generalizamo mundialmente o la forma que trae el Sokushinbutsu (). Este última forma parte de una tradición del budismo del norte de Japón(Yamagata山形県). Y existe, también, la manera de Shimada.

Este autor buscará una veta moderna y más compleja que la original. Es necesario pensar las implicaciones que el proceso de momificación por medio del ascetismo budista trae consigo: la gran complejidad ideológica y religiosa que la momificación acarrea: ser momia es distanciarse del cuerpo, de su valor como utilidad y buscar el punto máximo de la fé. Adaptar esta idea a los tiempos que corren resulta un desafío dentro de cualquier circunstancia, pero en las manos de Shimada, y trabajando las circunstancias del Japón actual, este procedimiento logra complejizarse aún más. En el cuento Me convertiré en momia (Me convertiré en momia de Masahiko Shimada, Ed. Atalanta) el lector puede ver paso por paso, día a día, decisión a decisión, aquellos puntos que definen el proceso de momificación de un hombre. La momificación no se detiene en un suicidio, sino que va más allá: el hombre (por medio de un diario) nos deja asentado día a día como se acerca a la muerte, conciente, mide sus distancias, sus efectos y, ya inconciente, se dispone a la irremediable agonía y muerte.

Convertirse en momia será un proceso de crecimiento para el hombre, a tal modo que será el mayor proceso de conocimiento con el que se pueda enfrentar. Todo de lo que esto resulte será positivo, hasta la misma muerte. Asociado con la visión social del Japón actual, este hombre presentará una indiferencia total con su muerte, su sufrimiento y su agonía. De misma manera, no presentará ataduras notables con las distintas estructuras sociales que se presenten: carece de amigos, familia y lazos amorosos.

Este hombre, pronto a ser momia, llegará al final de su conversión con un conocimiento superior sobre los límites de su cuerpo y la supervivencia. Envuelto en el más sencillo (y, también, el más distanciado de la concepción cultural del Japón actual) paisaje: una choza perdiad en el bosque. Y así quedará su cuerpo suelto en esa choza, siendo descubierto por extraños que pasaban por casualidad y que encontraran su testimonio, su testamento, su sufrimiento relatado para aquel que quiera leerlo, sufrirlo y experimentar una muerte voluntaria.